Aquest article, escrit per Alfred Bosch i publicat a La Vanguardia el 26 d’abril de 2002, ens transporta a la Barcelona de principis del segle XVIII, concretament al barri de la Ribera abans de la caiguda de 1714. A través d’una narració viva i detallada, l’autor recrea la vida quotidiana, el bullici del mercat del Born, els carrers i les persones que l’habitaven, des dels pescadors fins a les famílies patricies, passant per artesans, comerciants i els visitants de pas.
Les seves descripcions ens permeten passejar virtualment pels espais que van desaparèixer amb la construcció de la Ciutadella i apreciar la Barcelona que la modernitat i la guerra van condemnar a l’oblit. Es tracta, doncs, d’un testimoni fascinant que combina història, costums i paisatge urbà, i que ens convida a imaginar un món ja perdut però capturat amb gran rigor literari i documental.
"Cuando los trabajos para la instalación en el Born de la Biblioteca Provincial de Barcelona toparon recientemente con las ruinas de lo que era el barrio de la Ribera en 1714, muchos se sintieron como los arqueólogos en Pompeya al encontrar un pedazo de historia que se materializaba. Pero a diferencia de Pompeya, cuyos habitantes murieron sorprendidos por el volcán, los habitantes del Born fueron expulsados de sus casas para que en el espacio que habitaban se construyera una ciudadela militar. El historiador y novelista Alfred Bosch recrea aquí la vida en el barrio de la Ribera tal como debía transcurrir antes de 1714, mientras que, en pleno debate sobre la utilización futura de este “lugar de memoria”, el también historiador Ricardo García Cárcel explica las diferentes interpretaciones que ha recibido aquella derrota.
El mundo que describimos a continuación, revivido en forma de narración, ya no existe. Como es lógico, la modernidad lo arrastró al olvido. Pero el marco físico que sirvió de escenario también desapareció en gran medida. Tras la caída dramática de la ciudad, ese celebre once de septiembre de 1714, el rey Felipe V decidió sacrificar el barrio de la Ribera para construir la ciudadela militar. La limpieza urbana debía llegar hasta la calle Montcada, pero al final se salvó el sector que linda con la actual calle Comerç. El resto fue reducido a escombros: los pescadores, comerciantes y menestrales corrientes fueron obligados a desmontar sus propias casas. Así fue enterrada una parte notable de la historia de la ciudad, en principio para siempre. Hasta que las excavaciones del subsuelo del Born han permitido recuperar la memoria sepultada.
Pongamos que estamos en el verano de 1710 y llegamos a Barcelona, como viajero o como actor de una guerra que lleva ya unos cuantos años. Digamos que, gracias a una posición acomodada, tenemos la oportunidad de alojarnos en un hostal de la zona del Born, la más densa y activa de la ciudad. El litigio de la sucesión marca la vida diaria: a pocos metros tenemos el palacio del pretendiente al trono, el archiduque Carlos de Austria, y los movimientos de tropas imperiales son visibles. Pero el campo de batalla todavía queda lejos, y el final dramático del asedio borbónico ni se vislumbra.
Dagas y pistolas
De hecho, si algo aprieta en el populoso barrio de la Ribera es la canícula estival. La actividad humana es tan enérgica y ruidosa como siempre, o incluso más, porque el alud de soldados, milicianos y refugiados de Valencia, Zaragoza o la misma Cataluña ha engrosado la población de paso. Nos levantamos, pues, a primera hora de la mañana, cuando la brisa marina airea las calles al son de las campanas de Santa Maria del Mar. Nos vestimos la casaca, la peluca Ramillies de moda –de coleta corta y empolvada de blanco–, los calzones, las medias y el inevitable sombrero de tres picos. Un corbatín de muselina nos dará el toque final y nos protegerá del polvo. No hay que olvidar alguna daga, un buen bastón o incluso la pistola, por lo que pueda ser.
Bajamos dispuestos a pasear por unas calles ajetreadas y desconfiadas. Tal vez nos sentimos algo entumecidos por la estrechez de la cama, o nos rascamos el picor de los bichos que nos han asaltado durante la noche. Las posadas de Barcelona no son como las de París o Londres, aunque se cuentan entre las mejores del reino de las Españas. Por fortuna, el chocolate espeso que nos sirven, algo amargo y muy oscuro, compensa los avatares de la noche. La mesonera se extraña de que le pidamos la bebida a primera hora: semejante lujo se suele dispensar por la tarde. Pero necesitamos el refuerzo. Nos espera el centro del mundo, o al menos el centro de un mundo que no tiene previsto desaparecer.
Nos dejamos llevar hasta el palacio real. En el llano se concentra la guarnición de alemanes que custodia al pretendiente, y en los balcones de palacio se exhiben los estandartes con el águila bicéfala. Nos abrimos paso entre caballos, carros y alguna pieza de artillería hasta doblar por delante de la aduana, y allí seguimos un río de pescadores y descargadores que se dirigen a la Pescatería. El rastro mojado, salado y penetrante del pescado fresco conduce a lo que los locales llaman el “Bornet”, o la lonja de productos de mar. La mayoría de los hombres van descalzos y muestran unos brazos macizos, de cobre tostado. Se cubren la cabeza con barretina o con pañuelo y hablan a gritos. Cuando llegan a los puestos, descargan el material viscoso sobre el hielo que cubre los mármoles.
La profusión de hielo que entra en la ciudad, en pleno verano, es sorprendente. Dicen que procede de las nieves del Montseny, y que es prensado en pozos de caseríos o conventos para que dure todo el año. De madrugada, es traído hasta el mercado y así se asegura la conservación del género, ya que las estrictas medidas del mostasaf, o inspector municipal, así lo estipulan. Bajo los porches de hierro verde del Bornet, pues, el ambiente es fresco, y hay gente que viene simplemente a pasear o a admirar las capturas exóticas del día. El espectáculo merece la pena, porque el mercadeo y el griterío de rutina suelen contar con peleas esporádicas. Siempre hay alguna criada, equipada de cofia y delantal, que se exclama por los precios o por unas balanzas trucadas. Entonces se arma la gorda, y hay que llamar al mostasaf para que dictamine una paz honorable.
Para escapar del barullo no hay más que adentrarse por una de las callejuelas que suben hacia el Born, alejándose del mar. Podemos entrar en la de las Mal Lligades, bautizada así por la cantidad de establecimientos de mala reputación que se concentran. En las calles más angostas es donde viven las familias más pobres, y podremos observar almacenes y establos habitados, pero también tabernas oscuras y destilerías que ofrecen los placeres fuertes de la vida. Las muchachas intentarán captarnos con platos de carne joven y barriles del aguardiente más vigoroso.
En esta Barcelona de bocacalle, las viviendas son menudas y la gente se amontona sin rubor. Los taberneros, las putas, los realquilados, las familias y los clientes van a su aire y procuran no estorbarse. De día, mandan los asnos con fardos y los mocosos casi desnudos con sus palos de juguete. De noche, las rondas aseguran cierta paz a los borrachos y a los hombres en busca de mujeres del oficio.
Un par de travesías más arriba desembocamos en el corazón de la ciudad, que palpita con fuerza. El mercado principal, que nace en los muros verticales de Santa Maria del Mar, se extiende a lo largo del paseo del Born y va a morir en la muralla norte, la que mira al río Besòs. La arteria comercial acoge a cientos de payeses que exponen sus productos: verduras, legumbres, huevos y gallinas en un extremo, y alpargatas, cestos, esteras y carpintería en el otro.
Una multitud de formas, colores y vestimentas alegra la vista, pero hasta un ciego puede guiarse perfectamente por las fragancias que se desprenden de este gran bazar. Lo que no encontraremos son los olores penetrantes de ajos y cebollas: hace unos años, los reglamentos municipales prohibieron su venta, precisamente por las agresiones que provocaban al olfato y a los ojos. Como en todos los emporios, el gentío es de lo más variado. Esto no es la Barcelona señorial de la Catedral o la calle Lladó, ni es el Raval, donde los ricos no quieren poner los pies. El gris pardo de los campesinos, marcado por la tierra y generosas manchas de sudor, se codea con el morado inmaculado de algún canónigo. Las vestas rojas de la tropa inglesa se mezclan en un mar de casacas roídas. Los mendigos y deportados intentan llamar la atención de ciertas damas, que barren el suelo con sus miriñaques azul celeste, esas anchas faldas versallescas, o ballenas, sostenidas con varillas de metal. Los lacayos miran de conservar en la cabeza sus pelucas sudadas y tiran las riendas de algún borrico testarudo. Y también veremos un par de esclavos moros, con túnica y turbante, que también los hay en esta Barcelona dispuesta a morir por las libertades propias.
La mejor manera de observar el trajín es subirse a los peldaños del monumento central, que el pretendiente austriaco mandó erigir unos años atrás en memoria de la fidelidad de la ciudad. El océano de tricornios, birretes, peinetas y pañuelos nos dirá bien claro que el mercado es de todos. Y si elevamos la vista por encima de la muchedumbre, veremos las fachadas nobles que bordean el espacio.
Tal vez los palacios no sean tan antiguos, silenciosos o elegantes como los de Montcada, pero tener un señor balcón en el Born no es ninguna bagatela. Primero, porque los balcones son relativa novedad –tienen cien años como mucho–, y después porque en las grandes ocasiones se doblan como palcos de lujo. Hay propietarios que incluso los alquilan por temporada. En el pasado, la plaza era el escenario predilecto de torneos, duelos y autos de fe. En pleno siglo de las luces, todavía sirve de teatro para las más truculentas manifestaciones. Los penitentes y flagelantes hacen parada obligatoria en las procesiones, y allí se fustigan más que en cualquier otro lugar, puesto que las damas de alto postín les observan desde los ventanales. Cuando un condenado se dirige a la horca, suelta los últimos suspiros en el Born –y los últimos besos los recibe en la calle Petons, que por eso se llama así–. Ciertas ejecuciones tienen lugar en la plaza, para regocijo de los vecinos, que se ensañan contra el reo con abucheos, huevos y otros objetos arrojadizos.
Si nos cansa el fervor del mercado, podemos salirnos del hormiguero y torcer otra vez hacia mar. Cruzaremos primero una calle bastante ancha, paralela al Born y sin pavimentar. Se trata de una vía de servicio, surcada por ruedas de carros, donde tienen salida las puertas traseras de las tiendas y los almacenes del mercado. Las cargas y descargas de peso tienen lugar aquí, lejos del ajetreo humano. La falta de enlosado es insólita en el centro de la ciudad: el Consejo de Ciento, que dispone de gran poder financiero y ha invertido mucho para tener la ciudad más saneada y empedrada del reino. Valencia o Madrid, por contraste, se convierten tras las lluvias en inmensos lodazales. Pero las vías secundarias de Barcelona ya son otro asunto, y hasta las aceras deben ser costeadas por los propietarios.
Si no queremos tragar polvo o hundirnos en el barro, más vale que sigamos adelante. Muy pronto nos cruzaremos con la calle Bonaire. Allí podemos girar sin temor: esta calle comercial sí que está adoquinada y, sin exhibir el movimiento del Born, concentra a buena parte de los negocios que viven del mar. Arenqueros, bacaladeros y saladores se alinean en los portales. El olor se adhiere a la ropa y hasta puede matarnos el gusanillo del hambre. Si no es así, siempre podemos comprar un par de jirones secos, junto con algunos garbanzos o habas, remojarlo todo con vino rancio y almorzar ahí mismo, de pie. Es lo que hacen buena parte de los barceloneses, que no suelen comer más de una vez al día. Sólo los afortunados comen dos o tres veces, y los manjares de varios platos –hasta diez o doce, con carne y postres– son cosa de obispos y potentados.
Estamos en el mundo de la marinería. Los bajos se dedican a la venta de pesca salada, de cuerdas y telas de cáñamo y otros pertrechos. El suelo de las casas suele ser de arena, y se cuenta que en estos parajes no había más que playa. Los primeros, segundos y hasta terceros pisos –hay que aprovechar el espacio, que escasea– están distribuidos en viviendas de habitación única, donde duermen familias enteras con sus perros y gatos. Muchos negocios son cosa de mujeres, ya que los hombres salen a la mar o matan el rato, cuando pisan tierra, mascando tabaco.
Bonaire desemboca en el Pla d'en Llull, la antesala de la ciudad. Ya volveremos allí: de momento, giramos a la izquierda, en dirección a la montaña, y nos internamos en la ciudad por el Rec Comtal. Este canal riega los barrios de levante de la ciudad, antes de salir a la playa, y da vida a multitud de oficios que necesitan el precioso líquido. En su tramo final, ejerce de cloaca: los desechos del mercado, de la carne y del pescado, o de todo efluvio humano, le dan un aspecto putrefacto.
Conviene, pues, remontar el curso del riego. Pronto encontraremos el tramo de los tintoreros, lleno de niños que contemplan los cambios de tonalidad: ahora azul índigo, ahora blanco de lejía, ahora rojo bermellón. Los sentidos agradecen este paseo multicolor, sin duda, pero nuestras vestimentas pueden salir mal paradas. Los tintoreros tienden sus trapos de fachada a fachada, por encima del canal, y los transeúntes pueden acabar con trajes a topos de todas las gamas imaginables. No hay que ser muy listo para entender por qué el camino del riego está poco transitado, y por qué los barceloneses prefieren pasar a toda prisa los puentecitos que lo cruzan. La vía es inhóspita hasta las Basses de Sant Pere, donde el agua cristalina y recién llegada del monte sirve para lavar la ropa.
Casas patricias
Volvemos de nuevo hacia el mar, pero ahora por una calle paralela al riego. Pasaremos ante la casa patricia de los Feliu de la Penya, que cuentan con próceres mercaderes, escritores y religiosos. Bajando un poco más, saldremos otra vez al Pla d'en Llull. Puede que las horcas estén ocupadas, como sucede con frecuencia en tiempos de guerra. Los cuerpos se bambolean al viento, y sirven de advertencia para los maleantes y espías que ingresan en la ciudad –y de respiro para los que huyen, podríamos añadir–.
Pero la explanada también tiene cabida para los vivos, tratándose de uno de los mayores espacios abiertos de la ciudad. Las carrozas, tartanas y animales que no pueden –o no deben– entrar al Born se detienen en este lugar. Aquí tienen su droguería los Dalmau, que se cuentan entre los comerciantes más prósperos de la ciudad. Poseen tienda y almacén, así como animales, haciendas y embarcaciones. Son tan ricos que, en más de una ocasión, han sufragado los gastos de la guerra de sucesión: el joven Sebastià Dalmau incluso ha armado un regimiento de caballería entero.
Podemos terminar el paseo subiendo al baluarte de Santa Clara, para dominar el paisaje humano abigarrado del barrio de la Ribera. Si nos situamos bien, observaremos el hervidero de gente que se pierde hasta las estribaciones de la basílica de Santa Maria. Volviendo la vista, contemplaremos el foso que rodea la villa y el llano que se extiende hacia las marismas de Sant Martí de Provençals, con las columnas de paisanos que se alejan, por los caminos, tras un duro día de mercado.
Antes de regresar al hostal, merece la pena oír misa en la iglesia del convento de Santa Clara, ubicado sobre el baluarte del mismo nombre. El culto latino nos regalará con el espectáculo de frailes y curas aspirando rapé con gran fruición, a pesar de las prohibiciones vaticanas. Y tendremos ocasión de fijarnos en las prostitutas de la Ribera, que gustan de acudir a este templo. Se dice que el convento fue erigido sobre los restos de un antiguo burdel, donde la propia santa Clara ejerció su apostolado, al parecer, cosechando un éxito relativo. Y entonces sí: con las bendiciones del Señor, podremos regresar a un merecido reposo en compañía de nuestros chinches y pulgas."
Reconstrucció virtual 1714:
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